La experiencia de un espanol en Atenas..

“No me gusta escribir en tercera persona. Creo que la policía lo sabe.  Por eso, hoy me han arrestado. Iba caminando tranquilamente por la  calle, cuando dos policías se han bajado de su moto y me han parado  cogiéndome de la mochila. Me han dicho que la abra y la he abierto. Me  han pedido el pasaporte y se lo he dado. Me han hecho mil preguntas y  las he contestado todas. Eso, en mis tiempos, era matrícula de honor.  Pero no. Me han puesto las esposas, y me han arrojado dentro de un  coche. He preguntado ¿porqué? Por tu seguridad, me han dicho, no es una  detención. Pero se le parece tanto… Me han sacado del coche y me han  metido en una furgoneta, donde había unas diez personas más. He vuelto a  preguntar: ¿porqué? Y su única respuesta ha sido: ¡después!
 En  la puerta de la comisaría, me toman los datos, y yo me siento en la  silla de al lado. ¡Levántate!, me gritan. Pregunto otra vez si alguien  me puede explicar porqué estoy aquí. ¡Arriba!, me dicen. Subo al 11º  piso, y me vuelven a apuntar los datos. Ma dan un papel y me dicen que  apunte cual es mi apellido y cual es mi nombre, cómo se llama mi padre y  cómo se llama mi madre, ya que en mi pasaporte no se entiende bien. Les  digo: Ok,  alguien me explica qué pasa aquí, y entonces yo lo escribo.  No les gusta. Creo que dudan entre pegarme una ostia o contestarme algo  rápido para que me calle. Al final, llaman a otro policía, y este me  cuenta que solo estoy aquí para que puedan “chequear” mis datos.  ¿Chequear qué?, le pregunto, si ya les he enseñado el pasaporte en la  calle. Tu pensamientos político, me suelta. Con dos cojones. ¿Y mi signo  del zodíaco?, ¿también lo tienes ahí?, le digo señalando el ordenador.  No sé si me ha entendido. El otro me grita que escriba de una vez mis  datos.  Lo hago. Mal, pero lo hago. Tanto mis padres, como yo, tenemos  nombres y apellidos compuestos. Los combino de cualquier forma, y me  llevan a una sala de espera, donde ya hay unas veinte personas. Los hay  preocupados, aburridos, rabiosos, resignados…
 ¡Spain! me  grita un policía ahora, ¿qué estás escribiendo? Antes le dije que era  periodista. Suelo decir que soy camarero, pero esta vez me apetecía  decirlo. Mi diario, le respondo, estoy aburrido. Asiente y se queda con  la boca abierta. Me dan ganas de decirle: es divertido, si quieres te  enseño. Pero igual no es buena idea. En la sala de fumadores, veo como  alguien saca una botella de whisky de su mochila, y reparte chupitos con  la tapa. La policía no puede verlos, ya que están en una especie de  ángulo muerto. Decido unirme a ellos. Bebo, y me hablan, yo les digo a  todo que sí, aunque no entiendo nada. Pasan las horas y van trayendo  cada vez más gente. Llegamos a ser cincuenta y seis: cincuenta y cinco  hombres, y una mujer. Finalmente, nos van llamando, nos devuelven los  pasaportes, y nos dejan salir.
 ¿Y ahora qué?  ¿Asumo que  esto es normal, que mañana igual voy a comprar el pan y me tiro otras  cuatro horas en comisaría por no hacer nada? ¿Me pongo a tirar cócteles  molotov para sentirme integrado, y al menos que me detengan por algo?  ¿Llamo a la embajada y pierdo no sé cuantas horas más para que me digan  que no pueden hacer nada? Si al menos me hubiera sucedido en Cuba, “El  País” me hubiera sacado en portada.”